8.7.09

un secreto

I

La sala no es tan pequeña como pudiera parecer. Estás sentada en el sillón más cercano. El ataúd plateado reverbera con la luz de las velas. Dos coronas de flores se presentan detrás de la caja, una de ellas, la más grande, plagada de rojo, con muchas rosas y claveles, la otra, más bien con predominio blanco, colores éstos los favoritos de la fallecida. Estás sentada, pensado en tu madre. Llorando a tu madre. A un lado tu hermana y, flanqueando a ambas, tus tías. Tu padre está en el tercer sillón en orden de cercanía con el féretro.

Tienes las manos entrecruzadas, desnudas, sin el rosario que viste las de tu hermana. Piensas en tu madre, te duele tu madre, pero no simpatizas con los llantos, ni con las plegarias, ni con las lástimas. Piensas que tenía que pasar, que a cualquiera pudo pasarle ese accidente a pesar de lo que hayan dicho los peritos, Se ahogó, sigues pensando, cualquier persona puede ahogarse. Piensas que en todo caso lo lamentable es que haya ido a ese lugar sola. En una alberca privada. En un lunes. En un día en que todos estaban atareados, pensando en sus ocupaciones diarias mientras tu madre pataleaba desesperada, mientras el oxígeno comenzaba a faltarle tratando de encontrar el inicio o el fin del agua pero sólo encontró más agua y más y más, y entonces le dolieron las piernas, se contrajo su estómago, se le llenó de agua toda la garganta, se ahogó.

Alcanzas un vaso con poco agua y tomas tus pastillas, hoy una más que de costumbre.

Él está justo a un lado de la puerta. Te paras al baño, por un café y un cigarrillo.

Sigues pensando en sus ojos. Él tiene los ojos negros, y cuando se tocaron de frente, los de él y los tuyos, sentiste un escalofrío en la parte baja de su espalda. Fuiste al baño pensando en sus ojos, en él. Nunca lo habías visto, o mejor dicho, no sabías quién era, de dónde la conocía, qué hacía aquí, pero sentías que alguna otra vez lo habías visto. Dónde, sigues pensando. Sales del baño con el dolor de sus ojos en los suyos. Con la punzada en la baja espalda arrastrándose hasta la nuca. Vas por el café. Lo miras de perfil, está vestido de negro íntegramente, pero piensas que cada prenda tiene vida propia, te llaman la atención el saco, el pantalón, los zapatos.

Una taza, sólo por hoy una taza, piensas mientras te sirves el café. Recuerdas que tu doctora te ha dicho La cafeína no es buena para tu condición y menos medicándote. Luego volteas a verlo. Te gusta ese saco negro que lleva. Enciendes el cigarrillo. Y de pronto voltea para mirarte. Te gustaría haber visto, cuando llegó, a quién saludaba, que te dijeran incluso Mira, te presento a Fulano de Tal, es Tal Cosa de tu madre, Lo siento mucho, diría luego él con una voz condescendiente y cuidadosa. Pero no lo viste cuando llegó. No viste a quién saludó. No ves a nadie charlando con él, no lo ves con nadie del hombro, de la mano. Está solo. Te gusta su saco, te hipnotiza, sería decir lo más correcto. Sigues pensando Quién es, cómo se llama, Por qué conocía a mi madre, y das otro sorbo a tu café. De negro total. A estas horas, aquí, sin nadie del hombro o de la mano, sin sentarse, sin intercambiar con nadie frases políticamente correctas, Lo siento mucho, Era muy buena, Ya estaba de Dios.

Sigues retrasando la ingestión del café. Sigues ahí hasta terminar la taza. Observándolo. De pronto voltea y le sostienes la mirada. Bebes el café sin perderlo de vista. Él con su mirada penetrante, hipnótica como el saco. Luego dejas la taza en la mesa, sientes que el dolor te traspasaba hasta el bajo vientre.

Regresas buscando sostenerle la mirada. Tal vez, ahora sí, avanzar hasta él, presentarte, Soy su hija, Fue mi madre, Cómo te llamas, No eres de la familia o sí, Llevabas mucho de conocerla, y entonces él te mira una vez más y luego clava su mirada en el suelo, presuroso, violento, como quien clava una estaca, se da la vuelta y, así, sin despedirse de nadie, sin que nadie voltee a verlo, sale del lugar.

II

Mientras se agota la tarde como la cera de los cirios, mientras tus tías siguen en las incontables vueltas del rosario, sigues pensando en el hombre de negro. Cuando salen rumbo al cementerio preguntas a tu padre si conocía al hombre, No, no lo vi, dices que de negro, Sí, de negro, moreno, como de cuarenta y cinco, cincuenta años, No, no me suena, algún perdido.

Le devuelves a alguien un abrazo, a una prima tuya quien se duele como si fuese ella la hija. Le dices Gracias y, luego, de pronto, tras tus gentes, descubres la figura que te mantuvo pensativa la tarde entera. Comienzas a caminar discretamente hacia tu padre, pero al parecer aquel hombre adivina tu pensamiento y camina decidido hacia la salida, apresuras el paso, no puedes gritar, claro está, en el cementerio, en medio de tanta gente triste, justo sobre las palabras del sacerdote, Papá, es él, el hombre de negro, así que cuando acelera el paso decides ir hacia él en lugar de avanzar hacia tu padre. Cuando llegas a la salida sientes que algo se cae como a un barranco sin fin muy dentro de ti. El secreto se te devela de pronto.

De sobra decir lo que dijo tu padre, No, no lo vi, Estaba ahí, papá, Segura, Sí, de negro, Relájate, debió ser sólo una coincidencia, te tomaste ya tus pastillas, Ya.

Y cómo explicar lo que vives luego, se intensifica tu desequilibrio, tu doctora aumenta la dosis, te recomienda olvidar por completo el asunto del hombre de negro, a quien nadie vio nunca.

III

Han pasado sólo dos meses. La sala sigue del mismo tamaño, aunque todos ellos, suponemos que amigos, compañeros de trabajo, de escuela, hacen que hoy la sala parezca más pequeña. Estás sentada en el primer sillón. Hoy tu padre a un lado. Qué desgracia la suya, dicen todos, sólo dos meses después. Y sin embargo parece sólo eso, una desgracia, luego de que los peritos no pudieron probar nada respecto a las dos muertes, sólo eso, una desgraciada coincidencia. Y tú y tu padre no estaban. Y fue en jueves. Y los frenos fallaron y tu hermana se fue contra un muro de contención en medio de esa avenida. Y qué vendrá luego, pensó tu padre, deshecho, y cómo no.

Te levantas al baño. Tomas, luego, una taza y sirves café, Sólo por hoy, murmuras. Volteas y sientes entonces un hormigueo en las piernas, el calor de tu estómago sube rápido como si el café transitara en orden inverso por tu cuerpo. De negro por completo, apenas en la puerta de la entrada, el hombre en quien pensaste estos dos meses. El hombre que tu padre olvidó y del que tu hermana nunca supo. Esta vez no quieres acercarte. Sólo vigilar sus movimientos. Le das un sorbo al café y luego encuentras su mirada. Esta vez lo miras con cierta complicidad. Tus ojos quieren decirle algo. Quieres que sepa lo que sabes. Vas a sentarte junto a tu padre. Hoy los rosarios te dan náuseas. Observas lentamente las velas. Recuerdas el día del cementerio, cuando llegaste a la puerta, verlo de la mano con esa mujer. Y entonces el secreto que llevas se mezcla con el olor a gente y a cera derretida y te dan más náuseas, y te paras de pronto. Te veo en el cementerio, le dijiste a tu padre.

IV

Y saldrás del sitio hacia tu casa, y te desnudarás de prisa y apenas llegarás al excusado a vomitar, abrirás el agua caliente y te tallarás muy fuerte, y en una mezcla de lágrimas y adrenalina tu cuerpo se renovará, sentirás un ansia insoportable, y será el secreto, ese secreto que llevas, ése que te hizo ver así al hombre a los ojos. Y te dará miedo pensar si podrás detenerte. Y pensarás Si no, quién vendrá luego. Para volver a verlo. Y te vestirás toda de negro, y pensarás si valió la pena. Fue un trabajo limpio, sutil, impecable. Todo para volver a verlo. Los frenos del coche. Un jueves. Te aseguraste que fuera sola. Y saldrás rumbo al cementerio pensando que hoy será tu hermana la que camine de la mano con él.

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