25.4.10

nosotros

la gente ve un piano
nosotros un armónico ajedrez de muerte y vida,
la gente ve un libro
nosotros una historia que tal vez en otra vida vivimos
o que tal vez viviremos algún día,
la gente ve flores
nosotros curiosas mariposas
atadas por raíces a la tierra,
la gente ve pañuelos
nosotros semillas de gaviotas,
donde ellos miran nubes
nosotros caprichos de vapor
que inventaron los ojos de los niños,
mientras ellos ven uvas
nosotros sentimos en delicia
el inminente anticipo de un beso con la tierra,
la gente ve la luna
-y eso por accidente y muy en cuando-
nosotros el ojo de un dios que nació tuerto,
la gente mira con desdén la tristeza
nosotros, los que brindan en paz,
la abrazamos confiados como un hijo a su madre
y buscamos beber su leche oscura
para poder seguir mirando lo que nadie más mira.

23.4.10

la lava y las araucarias.

Otro día, Víctor, mi rentero en Concepción, me contó la historia de la lava y las araucarias, una especie de árbol que crece apenas cada año, considerada un fósil viviente de la edad mesozoica, y cuyos imponentes especímenes más imponentes de hasta ochenta metros, dan nombre a la región chilena de la Araucanía. Me dijo que un volcán había lanzado la cantidad de magma más grande registrada en la historia moderna –aunque yo particularmente siempre dudo de este tipo de datos de calaña turístico-mercadológica-, en fin, que los ríos de lava que había expulsado se calculaban de tres kilómetros de ancho, cientos de kilómetros de largo y unos treinta metros de profundidad. En uno de sus viajes al sur de chile, pudo visitar la zona de piedra volcánica. Aunque su elocuencia no es magnífica, se compensa perfectamente con el brillo de sus ojos cuando cuenta algo así. Él y su mujer caminaron por esa zona negra, de azufre y muerte. Una zona de nada donde antes el verde golpeaba. Una zona estéril donde la vida fue abundante. De pronto, a lo lejos, le pareció ver unos especímenes de araucarias, y se acercó. Le pareció curioso que aquellas decenas de pequeños arbolitos se hubiesen abierto paso en medio de aquel lago pétreo, que las semillas hayan encontrado su camino entre las grietas de la tierra y ahí, donde nada parecía poder vivir, esos pequeños ejemplares se abrieran paso ufanamente hacia la vida. En alguno de ellos se detuvo y empezó a escarbar para encontrar sus raíces. Nunca las encontró. Fue al más próximo e hizo lo mismo. De pronto entendió: ese bosque de pequeñas araucarias, no era sino el bosque ancestral, cubierto de lava, y las araucarias enanas, las copas de los majestuosos árboles, centenarios, primitivos, hundidos para siempre bajo la negra piedra volcánica. No era la vida abriéndose caminos, era la vida aferrándose a dejar una huella en medio del negro con que llega la muerte. No eran nuevos árboles creciendo milagrosamente, eran los viejos negándose a morir sin dejar testimonio de su antiquísima grandeza. Qué va. Tal vez sea lo mismo.

La chascona.

Más tarde, en mi primer día en Santiago, tenía una sola cosa en la cabeza: conocer la casa de Neruda. Miguel Ahumada, profesor de filosofía y lenguaje, que amablemente me había instalado en su casa, me acompañó con fatigosos pasos –había sido operado poco antes de una hernia- hasta el museo de las bellas artes. Ahí, con el Mapocho de testigo, me señaló el camino a la chascona. Luego de unos minutos llegué al lugar señalado. Algún guardia me confirmó la dirección. La casa, de azul y piedra, me sorprendió a medio callejón, casi anónima. En lo que se completaba el grupo de recorrido tomé un chocolate. Probablemente el más rico que bebí jamás. No sé si fue la poesía que yo quería intuir en las paredes, la excitación del primer día de mi nueva vida, o sencillamente las refinadas manos de la barista en turno, pero aún recuerdo su espeso golpe de maderas y tierra, de fuego y de semilla. Iniciamos el recorrido, observé los vasos y los platos, coloridos como traviesos colibríes que cambiaron el aire por la carne y el vino. El crujir de los pisos de parquet que semejaba el de un barco en vaivén marítimo. La cama, los muebles, las botellas de vino. La medalla del Nóbel, los jardines. Salí de la casa como hipnotizado, renovado, hambriento de libros, de poesía, de sexo, de vida. No fueron los olores ni fue el aroma de jardines o el color de la platería. Fueron los textos que encontré en algún escritorio y que nadie más atendió. Fue su firme caligrafía, esas hojas que estuvieron sus manos, esas líneas de negro y azul que dejaron de ser líneas y esas hojas que dejaron de ser hojas. El milagro de la poesía, inmortalizado en una servilleta, en un trozo de papel, el amor y la vida, los animales y las épocas del año, el amor con que se enamoró y enamoró a Matilde, y el amor con que yo me enamoré y acaso enamoré a alguna. Había visto las huellas de Neruda, había visto sus trazos presurosos, había visto la historia hecha poesía o la poesía hecha historia. Nada mal para mi primer día.

10.7.09

ausente

Inspirado en el cuento Caricias de Felipe Garrido

Será hoy. Tendrá que ser hoy o no será. Tantos años esperando este momento. Cuántas mujeres. Cuántas es, digamos, sólo un decir, que en realidad, piensa él, todas son una, o más bien, ella ha sido todas, con un nombre distinto, con un momento distinto, con otros apellidos, con otra clase social, pero así es la vida, todo se repite de pronto, y ella, justamente ella será la misma; tantos años buscándola sólo se justifican de esa forma, siendo ella la misma, ella y no otra. Nunca. Será hoy, piensa y se lo repite. Y por qué antes no. Cómo saberlo. Cómo explicar que nunca, se llame como se llame, viva donde viva, haya tomado por fin la decisión de comprometerse como él. Para siempre. Tendrá que ser hoy, no sabe por qué. Tampoco entiende por qué se lo repite con tal convicción cuando hace tanto tiempo que es hoy, que debe ser hoy, tanto que hoy no tiene nada de importante. Podría ser un año más, o diez años con diez días, cómo saberlo, cómo, cuando hace tanto… la luna de hoy le parece tan familiar. A veces con un nombre, a veces con otro, a veces a medias, a veces llena, como las mujeres. Pero la misma. Siempre. Ninguna metáfora tan precisa como la noche, como la luna. Porque el sol es el mismo siempre. Y hace cuanto que él no, aunque tal vez nadie, se detiene a ver el sol de pronto. Y tal vez el sol es más como él. Pero la luna cambia aun siendo la misma, como ella. Será hoy, sigue pensando. Será hoy que volverá a preguntarle si desea seguirlo o no. Si desea gastar con él noche tras noche. Un eclipse constante. Pero siempre está ausente. Hoy sigue ausente. Y no sabe si ella desee ausentarse. Abandonarse a este abandono del amor eterno. Por que muchos se comprometen hasta la muerte. Pero esto deberá ser necesariamente distinto: para la vida, para la muerte y para siempre. Porque el amor, piensa, no es vivir con alguien toda la vida. Es morirse en alguien. Ausentarse para siempre. Y piensa en sus ojos. Sólo sus ojos para verse. Deberá acariciarla con más tiempo. Lento, muy lento, que sabe bien que tiempo tiene de sobra. Deberá ganar terreno, no sabe cómo pero ganar centímetros poco a poco. Susurrarle algo en el oído. Prometerle que siempre. Ir a su cuello. Y pensar que nunca más le verá la espalda y los pechos a un solo tiempo. Nunca más su pasatiempo favorito: ponerse a sus espaldas mientras ella está frente al espejo, y así verla toda de una vez. Si ella hoy acepta, deberá también estar ausente. Ausente del día, de la muerte, del espejo.

9.7.09

apagar el incendio

Una pequeña gota de sudor por fin salva tu mejilla, se deposita en la comisura derecha de tus labios. No percibes el sabor a sal. Hay aroma a papel quemado por todos lados. De pronto el calor por fin hace que te despiertes. Tu cuarto está en llamas. El fuego obstruye la puerta. Te pones de pie, tomas una almohada y rompes el vidrio de la ventana al lado derecho de tu cama. Sin problema alguno, sales. La ventana da a un patio: en el patio hay un grifo. Bajo el grifo dos baldes: uno lleno de agua, otro vacío. Empiezas a apagar el incendio.

Una pequeña gota de sudor por fin salva tu mejilla, se deposita en la comisura derecha de tus labios. No pruebas la sal. Huele a papel quemado. Esta vez no despiertas, estás demasiado ocupado apagando el incendio.

8.7.09

un secreto

I

La sala no es tan pequeña como pudiera parecer. Estás sentada en el sillón más cercano. El ataúd plateado reverbera con la luz de las velas. Dos coronas de flores se presentan detrás de la caja, una de ellas, la más grande, plagada de rojo, con muchas rosas y claveles, la otra, más bien con predominio blanco, colores éstos los favoritos de la fallecida. Estás sentada, pensado en tu madre. Llorando a tu madre. A un lado tu hermana y, flanqueando a ambas, tus tías. Tu padre está en el tercer sillón en orden de cercanía con el féretro.

Tienes las manos entrecruzadas, desnudas, sin el rosario que viste las de tu hermana. Piensas en tu madre, te duele tu madre, pero no simpatizas con los llantos, ni con las plegarias, ni con las lástimas. Piensas que tenía que pasar, que a cualquiera pudo pasarle ese accidente a pesar de lo que hayan dicho los peritos, Se ahogó, sigues pensando, cualquier persona puede ahogarse. Piensas que en todo caso lo lamentable es que haya ido a ese lugar sola. En una alberca privada. En un lunes. En un día en que todos estaban atareados, pensando en sus ocupaciones diarias mientras tu madre pataleaba desesperada, mientras el oxígeno comenzaba a faltarle tratando de encontrar el inicio o el fin del agua pero sólo encontró más agua y más y más, y entonces le dolieron las piernas, se contrajo su estómago, se le llenó de agua toda la garganta, se ahogó.

Alcanzas un vaso con poco agua y tomas tus pastillas, hoy una más que de costumbre.

Él está justo a un lado de la puerta. Te paras al baño, por un café y un cigarrillo.

Sigues pensando en sus ojos. Él tiene los ojos negros, y cuando se tocaron de frente, los de él y los tuyos, sentiste un escalofrío en la parte baja de su espalda. Fuiste al baño pensando en sus ojos, en él. Nunca lo habías visto, o mejor dicho, no sabías quién era, de dónde la conocía, qué hacía aquí, pero sentías que alguna otra vez lo habías visto. Dónde, sigues pensando. Sales del baño con el dolor de sus ojos en los suyos. Con la punzada en la baja espalda arrastrándose hasta la nuca. Vas por el café. Lo miras de perfil, está vestido de negro íntegramente, pero piensas que cada prenda tiene vida propia, te llaman la atención el saco, el pantalón, los zapatos.

Una taza, sólo por hoy una taza, piensas mientras te sirves el café. Recuerdas que tu doctora te ha dicho La cafeína no es buena para tu condición y menos medicándote. Luego volteas a verlo. Te gusta ese saco negro que lleva. Enciendes el cigarrillo. Y de pronto voltea para mirarte. Te gustaría haber visto, cuando llegó, a quién saludaba, que te dijeran incluso Mira, te presento a Fulano de Tal, es Tal Cosa de tu madre, Lo siento mucho, diría luego él con una voz condescendiente y cuidadosa. Pero no lo viste cuando llegó. No viste a quién saludó. No ves a nadie charlando con él, no lo ves con nadie del hombro, de la mano. Está solo. Te gusta su saco, te hipnotiza, sería decir lo más correcto. Sigues pensando Quién es, cómo se llama, Por qué conocía a mi madre, y das otro sorbo a tu café. De negro total. A estas horas, aquí, sin nadie del hombro o de la mano, sin sentarse, sin intercambiar con nadie frases políticamente correctas, Lo siento mucho, Era muy buena, Ya estaba de Dios.

Sigues retrasando la ingestión del café. Sigues ahí hasta terminar la taza. Observándolo. De pronto voltea y le sostienes la mirada. Bebes el café sin perderlo de vista. Él con su mirada penetrante, hipnótica como el saco. Luego dejas la taza en la mesa, sientes que el dolor te traspasaba hasta el bajo vientre.

Regresas buscando sostenerle la mirada. Tal vez, ahora sí, avanzar hasta él, presentarte, Soy su hija, Fue mi madre, Cómo te llamas, No eres de la familia o sí, Llevabas mucho de conocerla, y entonces él te mira una vez más y luego clava su mirada en el suelo, presuroso, violento, como quien clava una estaca, se da la vuelta y, así, sin despedirse de nadie, sin que nadie voltee a verlo, sale del lugar.

II

Mientras se agota la tarde como la cera de los cirios, mientras tus tías siguen en las incontables vueltas del rosario, sigues pensando en el hombre de negro. Cuando salen rumbo al cementerio preguntas a tu padre si conocía al hombre, No, no lo vi, dices que de negro, Sí, de negro, moreno, como de cuarenta y cinco, cincuenta años, No, no me suena, algún perdido.

Le devuelves a alguien un abrazo, a una prima tuya quien se duele como si fuese ella la hija. Le dices Gracias y, luego, de pronto, tras tus gentes, descubres la figura que te mantuvo pensativa la tarde entera. Comienzas a caminar discretamente hacia tu padre, pero al parecer aquel hombre adivina tu pensamiento y camina decidido hacia la salida, apresuras el paso, no puedes gritar, claro está, en el cementerio, en medio de tanta gente triste, justo sobre las palabras del sacerdote, Papá, es él, el hombre de negro, así que cuando acelera el paso decides ir hacia él en lugar de avanzar hacia tu padre. Cuando llegas a la salida sientes que algo se cae como a un barranco sin fin muy dentro de ti. El secreto se te devela de pronto.

De sobra decir lo que dijo tu padre, No, no lo vi, Estaba ahí, papá, Segura, Sí, de negro, Relájate, debió ser sólo una coincidencia, te tomaste ya tus pastillas, Ya.

Y cómo explicar lo que vives luego, se intensifica tu desequilibrio, tu doctora aumenta la dosis, te recomienda olvidar por completo el asunto del hombre de negro, a quien nadie vio nunca.

III

Han pasado sólo dos meses. La sala sigue del mismo tamaño, aunque todos ellos, suponemos que amigos, compañeros de trabajo, de escuela, hacen que hoy la sala parezca más pequeña. Estás sentada en el primer sillón. Hoy tu padre a un lado. Qué desgracia la suya, dicen todos, sólo dos meses después. Y sin embargo parece sólo eso, una desgracia, luego de que los peritos no pudieron probar nada respecto a las dos muertes, sólo eso, una desgraciada coincidencia. Y tú y tu padre no estaban. Y fue en jueves. Y los frenos fallaron y tu hermana se fue contra un muro de contención en medio de esa avenida. Y qué vendrá luego, pensó tu padre, deshecho, y cómo no.

Te levantas al baño. Tomas, luego, una taza y sirves café, Sólo por hoy, murmuras. Volteas y sientes entonces un hormigueo en las piernas, el calor de tu estómago sube rápido como si el café transitara en orden inverso por tu cuerpo. De negro por completo, apenas en la puerta de la entrada, el hombre en quien pensaste estos dos meses. El hombre que tu padre olvidó y del que tu hermana nunca supo. Esta vez no quieres acercarte. Sólo vigilar sus movimientos. Le das un sorbo al café y luego encuentras su mirada. Esta vez lo miras con cierta complicidad. Tus ojos quieren decirle algo. Quieres que sepa lo que sabes. Vas a sentarte junto a tu padre. Hoy los rosarios te dan náuseas. Observas lentamente las velas. Recuerdas el día del cementerio, cuando llegaste a la puerta, verlo de la mano con esa mujer. Y entonces el secreto que llevas se mezcla con el olor a gente y a cera derretida y te dan más náuseas, y te paras de pronto. Te veo en el cementerio, le dijiste a tu padre.

IV

Y saldrás del sitio hacia tu casa, y te desnudarás de prisa y apenas llegarás al excusado a vomitar, abrirás el agua caliente y te tallarás muy fuerte, y en una mezcla de lágrimas y adrenalina tu cuerpo se renovará, sentirás un ansia insoportable, y será el secreto, ese secreto que llevas, ése que te hizo ver así al hombre a los ojos. Y te dará miedo pensar si podrás detenerte. Y pensarás Si no, quién vendrá luego. Para volver a verlo. Y te vestirás toda de negro, y pensarás si valió la pena. Fue un trabajo limpio, sutil, impecable. Todo para volver a verlo. Los frenos del coche. Un jueves. Te aseguraste que fuera sola. Y saldrás rumbo al cementerio pensando que hoy será tu hermana la que camine de la mano con él.

7.7.09

polaroid

hay algunos árboles que se mueren de frío

y algunas hojas que caen más bien como exiliadas

existen ciertas tardes nubosas

que mueren más de sed que los desiertos

hay calles fatigadas

y solas

sin tránsito, sin aves y sin voz

hay algunas mujeres que se mueren de olvido

hay un mar

y es muy grande

para un solo naufragio.