23.4.10

La chascona.

Más tarde, en mi primer día en Santiago, tenía una sola cosa en la cabeza: conocer la casa de Neruda. Miguel Ahumada, profesor de filosofía y lenguaje, que amablemente me había instalado en su casa, me acompañó con fatigosos pasos –había sido operado poco antes de una hernia- hasta el museo de las bellas artes. Ahí, con el Mapocho de testigo, me señaló el camino a la chascona. Luego de unos minutos llegué al lugar señalado. Algún guardia me confirmó la dirección. La casa, de azul y piedra, me sorprendió a medio callejón, casi anónima. En lo que se completaba el grupo de recorrido tomé un chocolate. Probablemente el más rico que bebí jamás. No sé si fue la poesía que yo quería intuir en las paredes, la excitación del primer día de mi nueva vida, o sencillamente las refinadas manos de la barista en turno, pero aún recuerdo su espeso golpe de maderas y tierra, de fuego y de semilla. Iniciamos el recorrido, observé los vasos y los platos, coloridos como traviesos colibríes que cambiaron el aire por la carne y el vino. El crujir de los pisos de parquet que semejaba el de un barco en vaivén marítimo. La cama, los muebles, las botellas de vino. La medalla del Nóbel, los jardines. Salí de la casa como hipnotizado, renovado, hambriento de libros, de poesía, de sexo, de vida. No fueron los olores ni fue el aroma de jardines o el color de la platería. Fueron los textos que encontré en algún escritorio y que nadie más atendió. Fue su firme caligrafía, esas hojas que estuvieron sus manos, esas líneas de negro y azul que dejaron de ser líneas y esas hojas que dejaron de ser hojas. El milagro de la poesía, inmortalizado en una servilleta, en un trozo de papel, el amor y la vida, los animales y las épocas del año, el amor con que se enamoró y enamoró a Matilde, y el amor con que yo me enamoré y acaso enamoré a alguna. Había visto las huellas de Neruda, había visto sus trazos presurosos, había visto la historia hecha poesía o la poesía hecha historia. Nada mal para mi primer día.

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